18/03/09

Esa señora Gorda en Corset

Dejé de tocar en los bares porque siempre pedían las mismas pinches canciones: “¡El problema, toca El problema!”, gritaba aquella chava. Pude responder algo así como “el pinche problema es que Arjona es el Sabina de los microbuseros”, pero yo tenía que darle pensión a mis dos hijos y no había de otra que trabajar en aquel tugurio de pretensiones bohemias. “Mira, Rober (otro que se comía la “t” de Robert), tocas pocamadre y no cantas tan mal, pero la bronca es que tus canciones están como de, mmm, como te lo digo, son un poco rebuscadas”, me dijo el gerentucho de un bar de Lindavista. Luego sugirió que “lo tuyo es para bares de Coyoacán”. Lo miré como lo haría Johnny Depp en una película de piratas. “Deberías preocuparte porque no se te vaya a morir un cliente por darle alcohol adulterado”, le respondí, guardé mi guitarra y me largué de allí. Esa noche decidí no volver, así que me emborraché en mi casa, tocando para el auténtico público conocedor: el póster de Jarabe de Palo, el cuadro de Tin Tan, las cucarachas que bailaban bajo el refrigerador.

La tristeza es una señora gorda en corset o negligé. Y no hay de otra que aceptar su desnudez, esperándote en la cama. Emborracharse no es solución. Tus remedios no curan nada. Yo llevaba casi un año sin trabajo fijo, así que tenía que buscar la manera de conseguir algo de dinero. Una guitarra es buena compañía, te puede salvar de la ruina, pero debes aprender a lidiar con tu orgullo. Tragarte tus palabras mientras entonas “esa canción tan bonita de Nicho Hinojosa, la de ¿Quién te cantará?”, como la pidió aquella vieja cursi que no sabe que la rola la hizo famosa Mocedades. Vale madres, ese pinche Nicho Hinojosa debería ser exiliado a Siberia o ser el cancionero oficial de los burócratas. Aún así, me las ingeniaba para tocar de vez en vez algo de Fernando Delgadillo, lo menos conocido de Duncan Dhu o Cenit de La Castañeda, una rola cachonda de Babasónicos o la Paula de Zoé. Por allí algún “conocedor” se emocionaba, pero el gusto le duraba lo mismo que a mí, porque entonces venía algún cliente trajeado y depositaba 50 varos en mi urna y pedía Y cómo es él o La nave del olvido. Dios mío, por qué no viene la nave nodriza y me lleva a mi planeta, pensaba yo mientras tocaba la guitarra de manera mecánica para aquel tipo abandonado. Por fortuna, esa etapa no duró mucho. Luego entré a trabajar a una agencia de publicidad y también me corrieron. Igual que del buffet de un tío abogángster. Soy especialista en pésimos empleos y en finiquitos muy miserables.



“Creo que ya es hora de que madures”, me dijo mi ex esposa, “deberías renunciar al periódico y dedicarte a este negocio”. Mi primer hijo acababa de nacer y no nos iba mal con la cafetería, pero yo sentía que no había estudiado cuatro años para acabar detrás de un mostrador despachando malteadas o papas a la francesa. Sí, sonaba tentador eso de traer auto del año y asegurar “nuestro futuro”, pero siempre he tenido espíritu de escapista. Yo soñaba con viajar, conocer el mundo, llegar a El Cairo, enamorarme de una mujer de belleza exótica y recorrer en camello un pedazo de desierto mientras el sol calcinaba mis espaldas. Sólo que un buen día, abrumado por el olvido de una mujer de ojos grandes, cometí la más grande tontería que un hombre puede cometer: me dejé llevar hasta el altar. Lo peor fue que mi ex esposa y yo teníamos conceptos distintos sobre el futuro. Ella anhelaba una familia feliz, una mascota, casa de dos plantas y un auto para cada quien. Yo sólo quería cosas distintas. Tuvimos dos hijos y muchas discusiones, empezando porque ella quería ponerles, respectivamente, mi nombre y el de su abuelo. Un buen día nos despedimos sin decir adiós. Para mi fortuna es una mujer muy civilizada, así que se quedó con todo, obtuvo la patria potestad sobre los niños y se guardó los reclamos. Desde entonces veo a mis hijos cada ocho días y mientras más crecen, menos se parecen a mí. Sí, son soñadores, pero salieron a su madre. No sé si algún día serán felices, aunque tengo la certeza de que nunca serán tan imperfectos como yo. Me acuso de ser un tipo complicado, demasiado raro, poco convencional y algo deschavetado. Será debido a eso que duro muy poco en los trabajos, a que me he vuelto experto en boicotear mis rutinas, en dinamitar mis esperanzas.


No nací para usar traje, ni para manejar en auto grande, ni para tener casa chica, ni para guardar mis ahorros en el banco, ni siquiera para estar en paz conmigo mismo. Soy un neurótico en una convención de budistas. Soy el solitario que ve películas en silencio, el que hace el amor besándote todo el cuerpo, el que toca la guitarra hasta las tres de la mañana, el que escribe historias imperfectas, el que reniega del amor como un todo, el que duerme con la tristeza acurrucada, el que te dice al oído las cosas más perversas, el que morirá a solas sin una plegaria, el que sueña con los ojos mirando al techo, el que le mira las piernas a las chicas guapas, el que camina sin cuidarse las espaldas, el que viaja en Metro y detesta las ensaladas, el que come atún con galletas, el que bebe hasta que sus musas bailan desnudas en la madrugada. Soy alcohólico y no me preocupa remediarlo. Soy el más cínico, el menos tierno, el que te seduce con la mirada. Soy el pendejo que colecciona canciones y poemas que siempre te arrancan alguna lágrima.

Roberto G. Castañeda.

No puedo dejar de sentime identificada con muchas cosas de las que escribe...

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